REFLEXIONES EN LA BISAGRA: Tam pro papa quam pro rege, por Vicent M.B.


Es miércoles y tengo resaca. Eso es lo más noticiable de mi vida. Y ni siquiera eso, el hambre en Somalia, la crisis o la desvergüenza de la clase política no son noticia porque son un hecho transversal, no puntual. No ocurren, sino que están ahí siempre. Y los manuales de periodismo dicen que eso no es una noticia. Pues en esas estamos: mi resaca ya no es noticia porque es un hecho inherente a la cotidianeidad de mi última semana y casi de mi último mes. La noticia sería que me levantara un día temprano, repleto de energía, sin clavos en la cabeza ni sargentas de lejía oprimiéndome la boca del estómago. Lógica o no, esta situación tiene su explicación: segunda quincena de agosto. Y eso, en el mundo rural donde habito desde que el Ministerio de Ciencia me dio puerta implica, sí o sí, el remate de todo un verano de fiestas patronales. Viva la Virgen, y tal.

Escribo esto sin que haya pasado mucho tiempo desde que me he levantado. He intentado cortar el ayuno con un café y el cuerpo me ha pedido de malos modos que no lo maltrate hasta dentro de un rato, así que mientras avanza la tarde voy alimentándome con nicotina. También me he dopado convenientemente siguiendo una rutina perfeccionada durante años: un protector gástrico por la noche antes de salir, un bocadillo con una cerveza y medio litro de agua antes de acostarme y un Paracetamol al despertar. Antes hacía bajar la pastilla mañanera con el café con leche, pero he descubierto que es mucho más eficiente el Primperán. Y era cuando intentaba que el tembleque de la mano no me volcara la cuchara cuando me ha asaltado una inquietud: ¿cómo nos verán en un futuro?
La pregunta, que se puede responder desde mil planteamientos, se ceñía a algo básico: cuando lo que conocemos por civilización occidental se vaya al carajo, y unos decenios o siglos más adelante sea objeto de estudio, ¿sabrán interpretar los antropólogos del futuro la manera de plantear nuestro ocio? Dicho de otro modo: ¿alguien entiende por qué cojones bebemos sistemáticamente hasta reventar cuando queremos tener algo de fiesta? En mi caso, tengo la respuesta. Y no me gusta. Es simplemente porque no conozco otro modo de hacerlo. Porque cualquier evento familiar va acompañado de vino y cava. Porque me pongo morado hasta para ver un partido de fútbol. Porque cito a la gente, aunque sea para pasarnos unos documentos, en el bar. Porque, salvo cuando he tenido una pareja de medio/largo recorrido (sentimental o meramente sexual), el sexo siempre ha venido precedido por el alcohol.
Y no soy una singularidad.
A estas alturas, ni lo soy yo ni lo es el fumeta o el farlopero, simplemente porque son legión. Y no hablo de un día extraordinario. No hablo del cumpleaños del interfecto, de nochevieja o de una despedida de soltero (donde la corrupción alcanza niveles obscenos). Hablo de la noche que me ha dejado así. La de ayer. Un martes de mierda en medio de las fiestas de un pueblo del que no hablaré mal porque es el mío. Y bebiendo como si se acabara el mundo. No, Carpe Diem no era esto, o al menos ahora mismo no me lo parece, mareándome cada vez que me levanto a por la botella de agua. ¿La finalidad de todo esto? Ninguna: el bebercio es el fin en sí mismo, no un medio.
-Un cubata
-Dos cubatas
-Tres cubatas
-...
Tal vez, hace algunos años, usara el alcohol para desinhibirme y pasarles la mano por la cintura a las chicas. Que no hay mejor lubricante que las copas para los engranajes del cortejo es un hecho. Pero ha llegado un punto en el que ya no busco eso. La primera revelación al respecto la tuve al alba de una noche de mis 25 años, más o menos. Sería más correcto decir que ya no era estrictamente el alba, sino que el sol directamente molestaba. Última noche de fiestas y, como casi siempre, los deberes sin hacer. Y allá que quité los seguros y me lancé a la carga sobre la única muchacha de las que me guiñaban el ojo que seguía por aquellas calles a aquellas horas. Y ahí fue donde, por alguna crueldad del destino tuve un instante, una chispa de lucidez, un momento de razón, y vi que aquello no llevaba a ninguna parte. No era por los problemas logísticos (las respectivas casas familiares quedaban descartadas por razones obvias, y los caminos de huerta ya andarían llenos de regantes madrugadores), que también. Era por razones meramente fisiológicas: con una trompa como un piano, una incursión sexual tenía todas las papeletas para acabar en ridículo antológico. Y no estaba dispuesto a eso. Así que nada, dos besitos y ya quedaremos para tomar café. Con el tiempo, la reflexión fugaz de aquella mañana de agosto se ha ido tornando de forma cada vez más peligrosa en la teoría más que testada que ya me han expuesto varios casados: antes se esperaban los días de fiesta con la esperanza de pillar cacho. Con pareja estable llegan las fiestas y se acabó lo que se daba, al menos por una semana. Y gracias. Te apostas (en la barra, por supuesto) y continuas mirando la plaza llena de borrachos sin esperar nada más que la mera contemplación. Contemplación que, eso sí, es de lo más divertida.

Porque vale, no tenemos claro para qué nos cogemos estas moñas descomunales. Pero uno de los motivos puede que sea que aquello de que el sobrio es el que mejor se lo pasa viendo las tonterías de los demás es una gilipollez supina. Aquí sí que la experiencia es un grado que te permite seguir con una sonrisa los movimientos del personal. Es cuando reconoces a la fauna que tanto te suena con solo mirarla a los ojos. Cuando recuerdas que, aunque solo tenga un castillo, el pueblo está lleno de fantasmas. Cuando ves a la niña que acapara todas las miradas a escasos metros de la que las acaparó hace 15 o 20 años, y que ahora tan solo recibe conmiseración de los ojos de los demás. Todos esos recuerdos de la noche anterior se acumulan ahora borrosos, injertados con el olor a orín y cerveza recalentados al sol que sube desde la calle, y no sabes exactamente qué te provoca más aprensión, si la suficiencia de las adolescentes o el hedor de día después que aún lo invade todo.
Y sin ganas de aguantar niñatas con humos, y sin ganas de beber, y sin ganas de meterme en los pulmones otro paquete de tabaco ni aguantar purita bazofia musical en ese infierno en vida llamado discomóvil, ahora mismo me descubro camino de la ducha en un automatismo zombie. Porque, aun con todos mis lamentos, en 20 minutos seguramente ya estaré de nuevo con una cerveza en la mano, dando el pequeño pasito que en estas semanas hace falta para volver al plateau de alcoholizamiento de siempre en fiestas. Y esta noche, hasta donde me permita la acidez, volveré a sonreir a las niñas con la copa en la mano. Buscando acercarme para hablarles al oído y retener el olor de champú barato adolescente. El mismo -inolvidable- que usaba aquel amor de mis 17 años.
Al menos, hasta volver a empezar a beber el día siguiente.

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