JUGUETES: Moby-Dick, de Hermann Melville, por Ancrugon






En el apartado de las novelas de aventuras hay una que narra especialmente la historia de una obsesión que llevó a la propia autodestrucción del marino protagonista y de su barco.

Este escritor estadounidense Herman Melville, que en su juventud también fue marino, escribió esta novela basándose en hechos reales, como, por ejemplo, el caso del ballenero Essex, que fue atacado y destruido por cachalote y solamente se salvaron ocho hombres. O las historias contadas por alguno marineros que afirmaban la existencia de un inmenso cachalote albino, al cual llamaban Mocha Dick, cerca de las costas de Chile, el cual atacaba a los balleneros, hundiéndolos y matando a sus hombres.



La novela comienza con la famosa frase: “Call me

Ishmael”, que significa: “Llamadme Ismael”, que es el nombre del narrador, un joven que se enrola en un barco ballenero, el Pequod, junto con su amigo polinesio Queequeg. Este barco está dirigido por un hombre misterioso y autoritario, el capitán Ahab, quien sólo vive para perseguir e intentar matar a un enorme ballena blanca, a la que él llama Moby-Dick y a la que odia desde que le arrancó una de sus piernas, la cual ha sustituido por una mandíbula de cachalote.

El viaje comienza y pronto padecen diversas tormentas y huracanes. Descienden por el Atlántico, rodean el Cabo de Hornos y llegan al Pacífico. En el camino les ocurre todo tipo de aventuras: con barcos náufragos, con balleneros rivales y con otras naves que les van dando noticias de Moby-Dick.
Por fín, tras mucho buscar, dan con la ballena, un enorme cachalote blanco, y comienza la increíble persecución para capturarla. Tres días de locura que acaban cuando el barco es hundido por el monstruo y sus tripulantes muertos. Sólo se salva Ishmael, quien se agarra a un ataúd del barco y flota con él a la deriva hasta que es rescatado por otro barco.


Moby Dick, 
de Herman Melville


CAPÍTULO I

Mi nombre es Ismael. Hace unos años, encontrándome sin apenas dinero, se me ocurrió embarcarme y ver mundo. Pero no como pasajero, sino como tripulante, como simple marinero de proa. Esto al principio resulta un poco desagradable, ya que hay que andar saltando de un lado a otro, y lo marean a uno con órdenes y tareas desagradables, pero con el tiempo se acostumbra uno.
Y por supuesto, porque se empeñan en pagarme mi trabajo, mientras que un pasajero se ha de pagar el suyo. Aún hay más: me gusta el aire puro y el ejercicio saludable. Digamos que el marinero de proa recibe más cantidad de aire puro que los oficiales, que van a popa y reciben el aire ya de segunda mano.
Por último diré que había decidido embarcarme en un ballenero, ya que las ballenas me atraían irresistiblemente. Cierto que resulta una caza peligrosa, pero tiene sus compensaciones: los mares en los que esos cetáceos se mueven, la maravillosa espera, el grito foral cuando se encuentra una...
El caso es que metí un par de camisas en mi viejo bolso y salí dispuesto a llegar al Cabo de Hornos o al Pacífico. Abandoné la antigua ciudad de Manhattan y llegué a New Bedford. Era un sábado de diciembre y quedé muy defraudado cuando me enteré de que había zarpado ya el barquito para Nantucket y que no había manera de llegar a ésta antes del lunes siguiente. Y yo estaba dispuesto a no embarcarme sino en un barco de Nantucket, desde donde se hicieron a la mar los primeros cazadores de ballenas, es decir, los pieles rojas.
Como tenía que pasar dos noches y un día en New Bedford, me preocupé ante todo de dónde podría comer y dormir. Era una noche oscura, fría y desolada. No conocía a nadie y en mi bolsillo no había más que unas cuantas monedas de plata.
Pasé ante «Los Arpones Cruzados», que me parecieron demasiado alegres y caros, y lo mismo me ocurrió ante el «Mesón del Pez Espada». Aparte de ellos, el barrio aparecía casi desierto. Pero no tardé en encontrarme ante una puerta ancha y baja de la que salía una luz humeante. Y entré en el lugar. Desde los bancos. un centenar de rostros negros me examinó: era una iglesia para gente de color. No servía. pues, para mis propósitos.
Cerca ya de los muelles. oí chirriar en el aire una muestra. Miré hacia arriba y vi que decía: «Mesón del Surtidor de la Ballena. Peter Coffin». El nombre resultaba poco atrayente. «Coffin» significa ataúd, como todos saben, pero al parecer es un apellido corriente en Nantucket.
Por la puerta salía un fugitivo resplandor. Y la casa en sí era extrañísima, ya que se inclinaba hacia un lado como si el viento la empujase, y era muy vieja.
Al penetrar en aquella sórdida posada, se encontraba uno en un vestíbulo que recordaba un barco desmantelado. Estaba todo ello en sombras, apenas disipadas por unas velas encendidas. La pared opuesta a la entrada se adornaba con lanzas, mazas decoradas con dientes de marfil y otras con cabellos humanos como adornos. Una de ellas, en forma de sierra, resultaba particularmente escalofriante. Había también arpones balleneros fuera de uso.
Una vez pasado el vestíbulo se entraba en la sala común, con vigas de pesada encina en el techo, y en el fondo un mostrador. Había anaqueles con recuerdos e incluso la quijada enorme de una ballena. Al entrar vi reunidos en la sala a unos cuantos marineros jóvenes. Me dirigí al patrón y le pedí una habitación. Me dijo que la casa estaba llena y que no le quedaba una sola cama.
-Pero, espere añadió de pronto-. No tendría inconveniente en compartir una cama con un ballenero, ¿verdad?
Le respondí que no me gustaba compartir la cama con nadie, pero que si no había más remedio... y que si el ballenero no era alguien repulsivo...
-Muy bien, siéntese -me respondió-. La cena estará en seguida.
Me senté en el banco común, junto a un marinero joven que se dedicaba a tallar la madera del banco con un cuchillo. Poco después nos llamaron a cuatro o cinco a una sala contigua. No había fuego, hacía un frío polar y la estancia se iluminaba solamente con dos velas.
La comida fue buena carne con patatas, té y budín.
-¿Dónde está ese arponero? -pregunté al dueño-. ¿Es alguno de éstos?
-No. El arponero es una especie de negro, y no tardará.
Terminada la cena, pasamos de nuevo a la sala común, que no tardó en llenarse de un grupo de marineros salvajes, que según dijo el dueño era la dotación del Grampuss. Acababan de desembarcar y componían una buena colección de bandidos que se lanzaron inmediatamente al mostrador, dispuestos a acabar con todas las existencias de licor, si es que licor podía llamarse al veneno que allí vendían. Pronto estuvieron todos borrachos, excepto uno, que se mantenía aparte. Tendría unos seis pies de estatura, un pecho como una ataguía y hombros muy anchos. Su musculatura era la más desarrollada que jamás viera en hombre alguno. El rostro, muy atezado y los dientes muy blancos.
En la voz, aunque hablaba poco, se le notaba acento sureño. Cuando el alboroto se hizo insoportable, desapareció, y no le volví a ver hasta... que me lo encontré en un barco, pero eso pertenece a otro lugar de la historia.
Sus compañeros le echaron pronto de menos y salieron en su persecución gritando que dónde estaba Bulkington, su nombre, sin duda. La sala quedó silenciosa tras la marcha de aquellos vándalos. Mientras, yo pensaba que no me gustaba dormir con nadie. Bien es cierto que los marineros duermen en el mismo cuarto, pero cada uno en su hamaca y se tapa con sus propias mantas. Por tanto, cuanto más pensaba en aquel arponero, tanto más detestaba la idea de dormir con él. Era de suponer que fuera sucio y sólo de meditar en ello ya me comenzaba a picar el cuerpo.
-Patrón -dije-, he cambiado de opinión. No dormiré con el arponero, sino que lo haré en este banco.
-Como quiera, pero la madera es bien dura y está llena de nudos y muescas. Se la cepillaré un poco.
Y con una garlopa comenzó a alisarla, mientras reía como un mico.
Le pedí que no se preocupase más por mí y me dejó, volviendo tras de su mostrador.
El banco era un poco corto para mí, y también demasiado estrecho. Y además, por la ventana entraba una corriente de aire frío que helaría a un muerto. Mi idea no estaba resultando tan buena como pensara.
-¡Al diablo el arponero! -pensé-. Y pensé también en jugársela. Acostarme antes de que llegara y echar el cerrojo a la puerta. Pero también pensé que muy probablemente el arponero echaría la puerta bajo o, lo que era peor, a la mañana siguiente me esperaría en el corredor para pedirme explicaciones, con un cuchillo en la mano.
Esperé un poco. El arponero dichoso no apareció.
-Patrón -pregunté-. ¿Qué clase de sujeto es ese arponero?
-Pues el caso es que suele acostarse temprano -respondió-. No veo qué es lo que le haya retenido hasta tan tarde hoy, a no ser que no haya podido vender la cabeza.
-¿Está usted loco? -pregunté furioso-. ¿Quiere decir que ese hombre anda por las calles tratando de vender la cabeza?
-Sí. Y bien que le dije que no podría venderla, ya que hay demasiadas existencias.
-Pero, ¿existencias de qué? -grité.
-De cabezas. Hay muchas en el mundo.
-Oiga, no soy ningún novato, así que no bromee.
-Como usted quiera, pero le aconsejo que no le gaste bromas al arponero sobre su cabeza.
-Pues, ¡se la romperé!
-No, ya está rota.
Creí que me estaba volviendo loco.
-Patrón -dije-. Pongamos las cosas en claro. Yo vengo a su casa, y pido una cama. Usted me dice que no puede darme más que media y que la otra mitad pertenece a un arponero que está tratando de vender su cabeza por las calles. Usted está loco.
-No veo por qué tiene que ponerse usted así -respondió el patrón-. El arponero acaba de llegar del Pacífico, donde compró una partida de cabezas embalsamadas en Nueva Zelanda. Las ha vendido todas menos una, que trata de vender hoy porque mañana es domingo y no parecería bonito que fuera vendiendo cabezas mientras la gente va a misa.
Aclarado el misterio. Respiré tranquilo. pero pregunté si el arponero era un hombre peligroso y me respondió que pagaba puntualmente.
-Y creo que ya va siendo hora de que echemos el ancla -agregó-. Vaya a su cama, que es muy buena. Sally y yo dormimos en ella en nuestra noche de bodas y hay sitio en ella para dos. Por otra parte -lanzó una mirada al reloj, que marcaba las doce-, ya es domingo y tal vez el arponero haya recalado en algún lugar y no venga ya. Conque, ¿viene o no?
Le seguí y me condujo a una habitación helada, pero con una cama fabulosa, en la qué podrían dormir cuatro arponeros sin molestarse. Examiné la cama y la encontré bien. En el resto del cuarto no había más que una tosca anaquelería y un biombo... También un saco marinero, que debía pertenecer al arponero, y sobre él un gran felpudo con un agujero, lo que le hacía parecer un enorme poncho indio.
Encogiéndome de hombros, me desnudé y me metí en la cama. No sé si el colchón estaba o no fabricado con guijarros, pero el caso es que no lograba conciliar el sueño.
De pronto oí pasos en el corredor y la puerta se abrió. Un desconocido penetró en el aposento, con una vela en una mano y una cabeza en la otra. Sin mirar a la cama, el arponero dejó la vela y comenzó a desatar su saco. Cuando se volvió hacia mí, le pude ver la cara.
¡Y qué cara! Tenía un color amarillento purpúreo, si es que ese color puede existir, y toda llena de cuadrados negruzcos. ¡Menudo compañero de cama! Seguramente aquellos cuadrados eran tatuajes. Mientras lo miraba con los ojos entreabiertos, sacó de su saco una especie de tomahawk, y junto con una cartera de piel de foca. colocó ambos sobre el baúl.
Dentro del saco puso la cabeza se quitó el sombrero de castor y aquello me produjo una impresión espantosa. No tenía un solo pelo en la cabeza, salvo un mechón en la frente.
Aterrado, pensé incluso en saltar por la ventana, pero estábamos en un segundo piso. No soy un cobarde, mas aquel tipo imponía, de veras. Seguía desnudándose, y al descubierto quedaron pecho y brazos, tan cuadriculados como su rostro. Era un salvaje absolutamente abominable, él y sus malditas cabezas. ¿Y si intentaba hacerse con la mía?
No habían acabado mis sorpresas. De un bolsillo del chaquetón que acababa de quitarse, sacó una figurilla deforme, jorobada y negra. Por un momento temí que fuera un auténtico bebé, pero en realidad relucía como si estuviera hecha con ébano. Se trataba sin duda de un ídolo de madera. Lo colocó entre los morillos del hogar. Luego cogió un puñado de virutas de madera, las colocó ante el idolillo y les prendió fuego. Sobre las llamas colocó un trazo de galleta marina, y tras asarla, la ofreció al ídolo. Mientras, sonidos guturales y espantables, salían de sus labios, como si orase o mascullase juramentos, cualquiera sabe. Terminada esta operación, encendió el tomahawk, que era también una pipa y lanzó algunas satisfechas bocanadas de humo. Un instante después se apagó la luz y el espantajo se metió conmigo en la cama.
Lancé un alarido de horror, y, sorprendido, el salvaje me palpó. Me aparté de él todo cuanto pude y le pedí que me dejara levantarme y encender de nuevo la vela. Pero él no debió entenderme.
-¿Quién aquí estar? -preguntó-. No hablar, yo matarte.
-¡Patrón! -aullé pidiendo auxilio, porque el tipo no parecía dispuesto a soltarme.
-¡Habla! No hablar y yo te mato -Y mientras decía esto, agitaba el tomahawk encendido, llenándolo todo de brasas y chispas.
En ese momento, ¡gracias a Dios!, entró el patrón con una vela, y yo salí corriendo a su encuentro.
-Pero, ¿qué le ocurre? -dijo Coffin-. Queequeg no le hará daño.
-Pero, ¿por qué no me dijo usted que este tipo era un caníbal? -grité.
-Creí que lo sabía, cuando le dije lo de las cabezas. Conque, échese a dormir. Queequeg, este tipo solo quiere dormir en tu cama. ¿Tú entender?
-Bueno -asintió el salvaje lanzando una bocanada de humo-. Tú, acostarte aquí.
Y apartó las ropas de la cama para mostrar sus buenas intenciones.
-Patrón -dije-. Por lo menos dígale que suelte el tomahawk. ¡Es peligroso fumar en la cama!
Queequeg asintió amablemente y volvió a hacerme señas de que me acostase. Parecía haber perdido todas sus agresivas intenciones. Tranquilizado, me acosté y le dije al patrón que podía retirarse. Y el caso es que pronto me dormí y lo hice con toda tranquilidad y muy bien.


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