CLÁSICOS DIVERTIDOS: Don Quijote y el caballo volador, por Ancrugon
Si hay una historia en la literatura que
contenga una gran variedad de momentos sublimes llenos de humor, al mismo
tiempo que una clara intención didáctica moral, esa es la que hace referencia a
las aventuras de el Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha, caballero
andante que decidió emplear su vida en desfacer entuertos, ayudar a los débiles,
luchar contra el mal y extender, allá por donde fuere, la bondad y la grandeza
de corazón que provocan, en quienes los vieren, el resurgimiento de la fe en el
género humano.
Pero, lamentablemente, tanto en aquellos
tiempos, como en los actuales, lo que demuestra que el ser humano no ha
evolucionado mucho desde que bajó de los árboles, estas virtudes tan poco
comunes y tan escasamente extendidas, incitan a la burla y al aprovechamiento
en el ánimo del resto y tienden a crear una imagen ridícula de persona débil y
fácil sobre aquella que las ejercita.
Un ejemplo muy claro lo tenemos en este
pasaje que hemos seleccionado, correspondiente al Capítulo XLI de la segunda
parte de la novela, editada en 1615 por el gran maestro de la palabra, don
Miguel de Cervantes Saavedra, que lleva por título “De la venida de Clavileño, con el fin desta dilatada aventura.” Donde Don Quijote, junto con su fiel escudero
Sancho, es engañado para mofa y regodeo de unos duques y su corte de aduladores
y sanguijuelas, aprovechándose de su candidez y generosidad.
Y a partir de este punto, comienza el
capítulo que os presentamos. Don Quijote acepta prestar ayuda a tan desdichada
dama y se aviene a montar en el mágico caballo para volar con él hacia las
estrellas…
Llegó en esto la noche, y con
ella el punto determinado en que el famoso caballo Clavileño viniese, cuya
tardanza fatigaba ya a don Quijote, pareciéndole que, pues Malambruno se
detenía en enviarle, o que él no era el caballero para quien estaba guardada
aquella aventura, o que Malambruno no osaba venir con él a singular batalla.
Pero veis aquí cuando a deshora entraron por el jardín cuatro salvajes,
vestidos todos de verde yedra, que sobre sus hombros traían un gran caballo de
madera. Pusiéronle de pies en el suelo, y uno de los salvajes dijo:
-Suba sobre esta máquina el que
tuviere ánimo para ello.
-Aquí -dijo Sancho- yo no subo, porque
ni tengo ánimo ni soy caballero.
Y el salvaje prosiguió diciendo:
-Y ocupe las ancas el escudero,
si es que lo tiene, y fíese del valeroso Malambruno, que si no fuere de su
espada, de ninguna otra, ni de otra malicia, será ofendido; y no hay más que
torcer esta clavija que sobre el cuello trae puesta, que él los llevará por los
aires adonde los atiende Malambruno; pero, porque la alteza y sublimidad del
camino no les cause váguidos, se han de cubrir los ojos hasta que el caballo
relinche, que será señal de haber dado fin a su viaje.
Esto dicho, dejando a Clavileño,
con gentil continente se volvieron por donde habían venido. La Dolorida, así
como vio al caballo, casi con lágrimas dijo a don Quijote:
-Valeroso caballero, las promesas
de Malambruno han sido ciertas: el caballo está en casa, nuestras barbas
crecen, y cada una de nosotras y con cada pelo dellas te suplicamos nos rapes y
tundas, pues no está en más sino en que subas en él con tu escudero y des
felice principio a vuestro nuevo viaje.
-Eso haré yo, señora condesa
Trifaldi, de muy buen grado y de mejor talante, sin ponerme a tomar cojín, ni
calzarme espuelas, por no detenerme: tanta es la gana que tengo de veros a vos,
señora, y a todas estas dueñas rasas y mondas.
-Eso no haré yo -dijo Sancho-, ni
de malo ni de buen talante, en ninguna manera; y si es que este rapamiento no
se puede hacer sin que yo suba a las ancas, bien puede buscar mi señor otro
escudero que le acompañe, y estas señoras otro modo de alisarse los rostros;
que yo no soy brujo, para gustar de andar por los aires. Y ¿qué dirán mis
insulanos cuando sepan que su gobernador se anda paseando por los vientos? Y
otra cosa más: que habiendo tres mil y tantas leguas de aquí a Candaya, si el
caballo se cansa o el gigante se enoja, tardaremos en dar la vuelta media
docena de años, y ya ni habrá ínsula ni ínsulos en el mundo que me conozan; y,
pues se dice comúnmente que en la tardanza va el peligro, y que cuando te
dieren la vaquilla acudas con la soguilla, perdónenme las barbas destas
señoras, que bien se está San Pedro en Roma; quiero decir que bien me estoy en
esta casa, donde tanta merced se me hace y de cuyo dueño tan gran bien espero
como es verme gobernador.
A lo que el duque dijo:
-Sancho amigo, la ínsula que yo
os he prometido no es movible ni fugitiva: raíces tiene tan hondas, echadas en
los abismos de la tierra, que no la arrancarán ni mudarán de donde está a tres
tirones; y, pues vos sabéis que sé yo que no hay ninguno género de oficio
destos de mayor cantía que no se granjee con alguna suerte de cohecho, cuál
más, cuál menos, el que yo quiero llevar por este gobierno es que vais con
vuestro señor don Quijote a dar cima y cabo a esta memorable aventura; que
ahora volváis sobre Clavileño con la brevedad que su ligereza promete, ora la
contraria fortuna os traiga y vuelva a pie, hecho romero, de mesón en mesón y
de venta en venta, siempre que volviéredes hallaréis vuestra ínsula donde la
dejáis, y a vuestros insulanos con el mesmo deseo de recebiros por su
gobernador que siempre han tenido, y mi voluntad será la mesma; y no pongáis
duda en esta verdad, señor Sancho, que sería hacer notorio agravio al deseo que
de serviros tengo.
-No más, señor -dijo Sancho-: yo
soy un pobre escudero y no puedo llevar a cuestas tantas cortesías; suba mi
amo, tápenme estos ojos y encomiéndenme a Dios, y avísenme si cuando vamos por
esas altanerías podré encomendarme a Nuestro Señor o invocar los ángeles que me
favorezcan.
A lo que respondió Trifaldi:
-Sancho, bien podéis encomendaros
a Dios o a quien quisiéredes, que Malambruno, aunque es encantador, es
cristiano, y hace sus encantamentos con mucha sagacidad y con mucho tiento, sin
meterse con nadie.
-¡Ea, pues -dijo Sancho-, Dios me
ayude y la Santísima Trinidad de Gaeta!
-Desde la memorable aventura de
los batanes -dijo don Quijote-, nunca he visto a Sancho con tanto temor como
ahora, y si yo fuera tan agorero como otros, su pusilanimidad me hiciera
algunas cosquillas en el ánimo. Pero llegaos aquí, Sancho, que con licencia
destos señores os quiero hablar aparte dos palabras.
Y, apartando a Sancho entre unos
árboles del jardín y asiéndole ambas las manos, le dijo:
-Ya Ves, Sancho hermano, el largo
viaje que nos espera, y que sabe Dios cuándo volveremos dél, ni la comodidad y
espacio que nos darán los negocios; así, querría que ahora te retirases en tu
aposento, como que vas a buscar alguna cosa necesaria para el camino, y, en un
daca las pajas, te dieses, a buena cuenta de los tres mil y trecientos azotes a
que estás obligado, siquiera quinientos, que dados te los tendrás, que el
comenzar las cosas es tenerlas medio acabadas.
-¡Par Dios -dijo Sancho-, que
vuestra merced debe de ser menguado! Esto es como aquello que dicen: "¡en
priesa me vees y doncellez me demandas!" ¿Ahora que tengo de ir sentado en
una tabla rasa, quiere vuestra merced que me lastime las posas? En verdad en
verdad que no tiene vuestra merced razón. Vamos ahora a rapar estas dueñas, que
a la vuelta yo le prometo a vuestra merced, como quien soy, de darme tanta
priesa a salir de mi obligación, que vuestra merced se contente, y no le digo
más.
Y don Quijote respondió:
-Pues con esa promesa, buen
Sancho, voy consolado, y creo que la cumplirás, porque, en efecto, aunque
tonto, eres hombre verídico.
-No soy verde, sino moreno -dijo
Sancho-, pero aunque fuera de mezcla, cumpliera mi palabra.
Y con esto se volvieron a subir
en Clavileño, y al subir dijo don Quijote:
-Tapaos, Sancho, y subid, Sancho,
que quien de tan lueñes tierras envía por nosotros no será para engañarnos, por
la poca gloria que le puede redundar de engañar a quien dél se fía; y, puesto
que todo sucediese al revés de lo que imagino, la gloria de haber emprendido
esta hazaña no la podrá escurecer malicia alguna.
-Vamos, señor -dijo Sancho-, que
las barbas y lágrimas destas señoras las tengo clavadas en el corazón, y no
comeré bocado que bien me sepa hasta verlas en su primera lisura. Suba vuesa
merced y tápese primero, que si yo tengo de ir a las ancas, claro está que
primero sube el de la silla.
-Así es la verdad -replicó don
Quijote.
Y, sacando un pañuelo de la
faldriquera, pidió a la Dolorida que le cubriese muy bien los ojos, y,
habiéndoselos cubierto, se volvió a descubrir y dijo:
-Si mal no me acuerdo, yo he
leído en Virgilio aquello del Paladión de Troya, que fue un caballo de madera
que los griegos presentaron a la diosa Palas, el cual iba preñado de caballeros
armados, que después fueron la total ruina de Troya; y así, será bien ver
primero lo que Clavileño trae en su estómago.
-No hay para qué -dijo la
Dolorida-, que yo le fío y sé que Malambruno no tiene nada de malicioso ni de
traidor; vuesa merced, señor don Quijote, suba sin pavor alguno, y a mi daño si
alguno le sucediere.
Parecióle a don Quijote que
cualquiera cosa que replicase acerca de su seguridad sería poner en detrimento
su valentía; y así, sin más altercar, subió sobre Clavileño y le tentó la
clavija, que fácilmente se rodeaba; y, como no tenía estribos y le colgaban las
piernas, no parecía sino figura de tapiz flamenco pintada o tejida en algún
romano triunfo. De mal talante y poco a poco llegó a subir Sancho, y,
acomodándose lo mejor que pudo en las ancas, las halló algo duras y no nada
blandas, y pidió al duque que, si fuese posible, le acomodasen de algún cojín o
de alguna almohada, aunque fuese del estrado de su señora la duquesa, o del
lecho de algún paje, porque las ancas de aquel caballo más parecían de mármol
que de leño.
A esto dijo la Trifaldi que
ningún jaez ni ningún género de adorno sufría sobre sí Clavileño; que lo que
podía hacer era ponerse a mujeriegas, y que así no sentiría tanto la dureza.
Hízolo así Sancho, y, diciendo ''a Dios'', se dejó vendar los ojos, y, ya
después de vendados, se volvió a descubrir, y, mirando a todos los del jardín
tiernamente y con lágrimas, dijo que le ayudasen en aquel trance con sendos
paternostres y sendas avemarías, porque Dios deparase quien por ellos los
dijese cuando en semejantes trances se viesen. A lo que dijo don Quijote:
-Ladrón, ¿estás puesto en la
horca por ventura, o en el último término de la vida, para usar de semejantes
plegarias? ¿No estás, desalmada y cobarde criatura, en el mismo lugar que ocupó
la linda Magalona, del cual decendió, no a la sepultura, sino a ser reina de
Francia, si no mienten las historias? Y yo, que voy a tu lado, ¿no puedo
ponerme al del valeroso Pierres, que oprimió este mismo lugar que yo ahora
oprimo? Cúbrete, cúbrete, animal descorazonado, y no te salga a la boca el
temor que tienes, a lo menos en presencia mía.
-Tápenme -respondió Sancho-; y,
pues no quieren que me encomiende a Dios ni que sea encomendado, ¿qué mucho que
tema no ande por aquí alguna región de diablos que den con nosotros en
Peralvillo?
Cubriéronse, y, sintiendo don
Quijote que estaba como había de estar, tentó la clavija, y, apenas hubo puesto
los dedos en ella, cuando todas las dueñas y cuantos estaban presentes levantaron
las voces, diciendo:
-¡Dios te guíe, valeroso
caballero!
-¡Dios sea contigo, escudero
intrépido!
-¡Ya, ya vais por esos aires, rompiéndolos
con más velocidad que una saeta!
-¡Ya comenzáis a suspender y
admirar a cuantos desde la tierra os están mirando!
-¡Tente, valeroso Sancho, que te
bamboleas! ¡Mira no cayas, que será peor tu caída que la del atrevido mozo que
quiso regir el carro del Sol, su padre!
Oyó Sancho las voces, y,
apretándose con su amo y ciñiéndole con los brazos, le dijo:
-Señor, ¿cómo dicen éstos que
vamos tan altos, si alcanzan acá sus voces, y no parecen sino que están aquí
hablando junto a nosotros?
-No repares en eso, Sancho, que,
como estas cosas y estas volaterías van fuera de los cursos ordinarios, de mil
leguas verás y oirás lo que quisieres. Y no me aprietes tanto, que me derribas;
y en verdad que no sé de qué te turbas ni te espantas, que osaré jurar que en
todos los días de mi vida he subido en cabalgadura de paso más llano: no parece
sino que no nos movemos de un lugar. Destierra, amigo, el miedo, que, en
efecto, la cosa va como ha de ir y el viento llevamos en popa.
-Así es la verdad -respondió
Sancho-, que por este lado me da un viento tan recio, que parece que con mil
fuelles me están soplando.
Y así era ello, que unos grandes
fuelles le estaban haciendo aire: tan bien trazada estaba la tal aventura por
el duque y la duquesa y su mayordomo, que no le faltó requisito que la dejase
de hacer perfecta.
Sintiéndose, pues, soplar don
Quijote, dijo:
-Sin duda alguna, Sancho, que ya
debemos de llegar a la segunda región del aire, adonde se engendra el granizo,
las nieves; los truenos, los relámpagos y los rayos se engendran en la tercera
región, y si es que desta manera vamos subiendo, presto daremos en la región
del fuego, y no sé yo cómo templar esta clavija para que no subamos donde nos
abrasemos.
En esto, con unas estopas ligeras
de encenderse y apagarse, desde lejos, pendientes de una caña, les calentaban
los rostros. Sancho, que sintió el calor, dijo:
-Que me maten si no estamos ya en
el lugar del fuego, o bien cerca, porque una gran parte de mi barba se me ha
chamuscado, y estoy, señor, por descubrirme y ver en qué parte estamos.
-No hagas tal -respondió don
Quijote-, y acuérdate del verdadero cuento del licenciado Torralba, a quien
llevaron los diablos en volandas por el aire, caballero en una caña, cerrados
los ojos, y en doce horas llegó a Roma, y se apeó en Torre de Nona, que es una
calle de la ciudad, y vio todo el fracaso y asalto y muerte de Borbón, y por la
mañana ya estaba de vuelta en Madrid, donde dio cuenta de todo lo que había
visto; el cual asimismo dijo que cuando iba por el aire le mandó el diablo que
abriese los ojos, y los abrió, y se vio tan cerca, a su parecer, del cuerpo de
la luna, que la pudiera asir con la mano, y que no osó mirar a la tierra por no
desvanecerse. Así que, Sancho, no hay para qué descubrirnos; que, el que nos
lleva a cargo, él dará cuenta de nosotros, y quizá vamos tomando puntas y
subiendo en alto para dejarnos caer de una sobre el reino de Candaya, como hace
el sacre o neblí sobre la garza para cogerla, por más que se remonte; y, aunque
nos parece que no ha media hora que nos partimos del jardín, creéme que debemos
de haber hecho gran camino.
-No sé lo que es -respondió
Sancho Panza-, sólo sé decir que si la señora Magallanes o Magalona se contentó
destas ancas, que no debía de ser muy tierna de carnes.
Todas estas pláticas de los dos
valientes oían el duque y la duquesa y los del jardín, de que recibían
estraordinario contento; y, queriendo dar remate a la estraña y bien fabricada
aventura, por la cola de Clavileño le pegaron fuego con unas estopas, y al
punto, por estar el caballo lleno de cohetes tronadores, voló por los aires,
con estraño ruido, y dio con don Quijote y con Sancho Panza en el suelo, medio
chamuscados.
En este tiempo ya se habían
desparecido del jardín todo el barbado escuadrón de las dueñas y la Trifaldi y
todo, y los del jardín quedaron como desmayados, tendidos por el suelo. Don
Quijote y Sancho se levantaron maltrechos, y, mirando a todas partes, quedaron
atónitos de verse en el mesmo jardín de donde habían partido y de ver tendido
por tierra tanto número de gente; y creció más su admiración cuando a un lado
del jardín vieron hincada una gran lanza en el suelo y pendiente della y de dos
cordones de seda verde un pergamino liso y blanco, en el cual, con grandes
letras de oro, estaba escrito lo siguiente:
El ínclito caballero don Quijote
de la Mancha feneció y acabó la aventura de la condesa Trifaldi, por otro
nombre llamada la dueña Dolorida, y compañía, con sólo intentarla.
Malambruno se da por contento y
satisfecho a toda su voluntad, y las barbas de las dueñas ya quedan lisas y
mondas, y los reyes don Clavijo y Antonomasia en su prístino estado. Y, cuando
se cumpliere el escuderil vápulo, la blanca paloma se verá libre de los
pestíferos girifaltes que la persiguen, y en brazos de su querido arrullador;
que así está ordenado por el sabio Merlín, protoencantador de los encantadores.
Habiendo, pues, don Quijote leído
las letras del pergamino, claro entendió que del desencanto de Dulcinea
hablaban; y, dando muchas gracias al cielo de que con tan poco peligro hubiese
acabado tan gran fecho, reduciendo a su pasada tez los rostros de las
venerables dueñas, que ya no parecían, se fue adonde el duque y la duquesa aún
no habían vuelto en sí, y, trabando de la mano al duque, le dijo:
-¡Ea, buen señor, buen ánimo;
buen ánimo, que todo es nada! La aventura es ya acabada sin daño de barras,
como lo muestra claro el escrito que en aquel padrón está puesto.
El duque, poco a poco, y como
quien de un pesado sueño recuerda, fue volviendo en sí, y por el mismo tenor la
duquesa y todos los que por el jardín estaban caídos, con tales muestras de
maravilla y espanto, que casi se podían dar a entender haberles acontecido de
veras lo que tan bien sabían fingir de burlas. Leyó el duque el cartel con los
ojos medio cerrados, y luego, con los brazos abiertos, fue a abrazar a don
Quijote, diciéndole ser el más buen caballero que en ningún siglo se hubiese
visto.
Sancho andaba mirando por la
Dolorida, por ver qué rostro tenía sin las barbas, y si era tan hermosa sin
ellas como su gallarda disposición prometía, pero dijéronle que, así como
Clavileño bajó ardiendo por los aires y dio en el suelo, todo el escuadrón de
las dueñas, con la Trifaldi, había desaparecido, y que ya iban rapadas y sin
cañones. Preguntó la duquesa a Sancho que cómo le había ido en aquel largo
viaje. A lo cual Sancho respondió:
-Yo, señora, sentí que íbamos,
según mi señor me dijo, volando por la región del fuego, y quise descubrirme un
poco los ojos, pero mi amo, a quien pedí licencia para descubrirme, no la
consintió; mas yo, que tengo no sé qué briznas de curioso y de desear saber lo
que se me estorba y impide, bonitamente y sin que nadie lo viese, por junto a
las narices aparté tanto cuanto el pañizuelo que me tapaba los ojos, y por allí
miré hacia la tierra, y parecióme que toda ella no era mayor que un grano de
mostaza, y los hombres que andaban sobre ella, poco mayores que avellanas;
porque se vea cuán altos debíamos de ir entonces.
A esto dijo la duquesa:
-Sancho amigo, mirad lo que
decís, que, a lo que parece, vos no vistes la tierra, sino los hombres que
andaban sobre ella; y está claro que si la tierra os pareció como un grano de
mostaza, y cada hombre como una avellana, un hombre solo había de cubrir toda
la tierra.
-Así es verdad -respondió
Sancho-, pero, con todo eso, la descubrí por un ladito, y la vi toda.
-Mirad, Sancho -dijo la duquesa-,
que por un ladito no se vee el todo de lo que se mira.
-Yo no sé esas miradas -replicó
Sancho-: sólo sé que será bien que vuestra señoría entienda que, pues volábamos
por encantamento, por encantamento podía yo ver toda la tierra y todos los
hombres por doquiera que los mirara; y si esto no se me cree, tampoco creerá
vuestra merced cómo, descubriéndome por junto a las cejas, me vi tan junto al
cielo que no había de mí a él palmo y medio, y por lo que puedo jurar, señora
mía, que es muy grande además. Y sucedió que íbamos por parte donde están las
siete cabrillas; y en Dios y en mi ánima que, como yo en mi niñez fui en mi tierra
cabrerizo, que así como las vi, ¡me dio una gana de entretenerme con ellas un
rato...! Y si no le cumpliera me parece que reventara. Vengo, pues, y tomo, y
¿qué hago? Sin decir nada a nadie, ni a mi señor tampoco, bonita y pasitamente
me apeé de Clavileño, y me entretuve con las cabrillas, que son como unos
alhelíes y como unas flores, casi tres cuartos de hora, y Clavileño no se movió
de un lugar, ni pasó adelante.
-Y, en tanto que el buen Sancho
se entretenía con las cabras -preguntó el duque-, ¿en qué se entretenía el
señor don Quijote?
A lo que don Quijote respondió:
-Como todas estas cosas y estos
tales sucesos van fuera del orden natural, no es mucho que Sancho diga lo que
dice. De mí sé decir que ni me descubrí por alto ni por bajo, ni vi el cielo ni
la tierra, ni la mar ni las arenas. Bien es verdad que sentí que pasaba por la
región del aire, y aun que tocaba a la del fuego; pero que pasásemos de allí no
lo puedo creer, pues, estando la región del fuego entre el cielo de la luna y
la última región del aire, no podíamos llegar al cielo donde están las siete
cabrillas que Sancho dice, sin abrasarnos; y, pues no nos asuramos, o Sancho miente
o Sancho sueña.
-Ni miento ni sueño -respondió
Sancho-: si no, pregúntenme las señas de las tales cabras, y por ellas verán si
digo verdad o no.
-Dígalas, pues, Sancho -dijo la
duquesa.
-Son -respondió Sancho- las dos
verdes, las dos encarnadas, las dos azules, y la una de mezcla.
-Nueva manera de cabras es ésa
-dijo el duque-, y por esta nuestra región del suelo no se usan tales colores;
digo, cabras de tales colores.
-Bien claro está eso -dijo
Sancho-; sí, que diferencia ha de haber de las cabras del cielo a las del
suelo.
-Decidme, Sancho -preguntó el
duque-: ¿vistes allá en entre esas cabras algún cabrón?
-No, señor -respondió Sancho-,
pero oí decir que ninguno pasaba de los cuernos de la luna.
No quisieron preguntarle más de
su viaje, porque les pareció que llevaba Sancho hilo de pasearse por todos los
cielos, y dar nuevas de cuanto allá pasaba, sin haberse movido del jardín.
En resolución, éste fue el fin de
la aventura de la dueña Dolorida, que dio que reír a los duques, no sólo aquel
tiempo, sino el de toda su vida, y que contar a Sancho siglos, si los viviera;
y, llegándose don Quijote a Sancho, al oído le dijo:
-Sancho, pues vos queréis que se
os crea lo que habéis visto en el cielo, yo quiero que vos me creáis a mí lo
que vi en la cueva de Montesinos; y no os digo más.
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